domingo, 18 de abril de 2010

Esa “vaina” del afecto


Dentro de las curiosidades que me acechan me encuentro haciendo un particular análisis de la manera como ha ido evolucionando mi nombre.
¡Si!, mi nombre el cual fue escogido por mi padre Tarquinio, por aquello de que alguno de los hijos dependiendo del sexo debe repetir el de los progenitores. A mi hermano mayor y a mí nos tocó el número ganador en los dados, él el primogénito (Tarquinio Segundo) y yo la cuarta de cinco hermanos (Lidia Assunta), con la incisiva diferencia de que mi segundo nombre “Assunta” fue tomado por el día del nacimiento.
Nací el quince de agosto, coincidencialmente es el día de la Virgen de la Asunción y, por aquello de la herencia ancestral, el primero fue terrenal y el segundo místico. ¡Mera coincidencia!
Innegable en el registro de nacimiento, la cédula, documentos y diplomas. A la vista de muchos con sorna y admiración exclaman ¿cómo? ¿Asunto? ¿Asusta? ¿Asunta? Ante el inevitable espasmo no sé si reír, llorar, guardar sumisión o ir a la Notaría, pero como comprenderán, el papeleo, la tramitología, lo engorroso de las filas y el bochornoso calor de mi ciudad me hacen desistir de las ganas de erradicarlo.
Pasado el tiempo y pensándolo mejor mí primer nombre que data desde la antigüedad ha tenido una evolución increíble: comencé llamándome Lidia, pero mi padre por eso del amor y afecto en su idioma italiano decidió consentirme y llamarme “Lidiuzza”, todos los del barrio de aquella época todavía a sus ochenta y noventa años me siguen llamando así.
Transcurrido un tiempo, nos mudamos de barrio, tenía catorce años de edad, en la cuadra donde aún vivimos mi grupo de amigos decidió llamarme “Lidiú”, a los dieciséis años cumplidos, llega a mi vida otro grupo de amigos que con dulzura me bautizan “Liz”, aparece otro grupo a quienes les pareció que “Lidiuzka” era artístico. Conocí a “Ju”, una amiga especial, la cual me nombra “Li”, mis hermanos y familiares me dicen “Lidiu”, nótese sin tilde en la ú. Por extrañas circunstancias y utilizando un código secreto que nadie ha podido descifrar mi hermana Paola y yo, nos llamamos mutuamente “Worda, Wordita”. Mi hija que sabe la puyita que me produce el segundo nombre se le ocurrió un día decirme bellamente “Assu”, al principio me enervaba, se prestaba a discusión, mejillas coloradas, emanación de humo por las fosas nasales. Ya ¡ni cosquillas me hace!
Así me sentenciaron ¿o no?
Hasta ahí pensé que la evolución de mi decantado nombre paraba. Sin embargo, hace cuatro años ingresé como docente a un colegio bilingüe y para mi sorpresa los estudiantes empezaron a llamarme “Miss Lidi”. Angie, una pupila me decía “Liri, Liri”, pronunciando Lidi, Lidi al mejor estilo ingléslatinizado.
Vaticiné que en esta lúdica alfabética el viaje de mi nombre, danzante, musical y poético llegaba a su culminación, ¿cuál fue mi sorpresa? hace unos días se me acerca Daniel, un estudiante de grado doce a quien admiro por sus neuronas explosivas y brillantes, al pasar por mi lado me dice cariñosamente: -Ajá “Miss L”-. Sentí tristeza no lo puedo negar, pensé en el por qué precisamente él, ese estudiante tan observador y analítico confundió mi nombre con el de otra persona: “Miss Ele”. Me dije ¿quién será Elena?, pero no, era “Miss L”, la mismita Lidia.
La tapa de la caja o del piano de cola para cerrar el pentagrama de L I D I A, me fue entregada hace dos días en la ruta escolar, un mocoso de seis años llamado Arthur, de papá alemán y mamá colombiana, no sé si por embrollo auditivo, lengua extranjera o dislexia terminó llamándome “MISSILDIA”.
Después de toda esa revolución llega un pequeñuelo y completa mi nombre, ¡eso sí, a su manera!
¿No les parece genial?