RELATOS


SIN IDENTIDAD

Tal vez esté enloqueciendo. Porque lo deseo, lo deseo tanto como la muerte. Cierro los ojos y sueño la locura. Un estar para siempre con los fantasmas amados, llámese paraíso, vientre materno, o lo que el demonio quiera (…)

(Alejandra Pizarnik)



El Hedor a mortecina interrumpe el descanso de Genovevo. Siente escalofrío. Se rasca bruscamente para arrancarse el olor y al momento se sacude, sigue recordando los sueños soleados que día a día prepara.

Con pesadumbre evoca a su hermano mayor Jacinto, de quién desconoce su paradero desde hace tres años en aquella tarde cuando regresaba a su finca y fue interceptado por unos hombres armados hasta los tuétanos, se lo llevaron privándolo de su libertad, es como si la tierra se lo hubiera tragado; su cuñada Milagros no se repone de ese golpe tan sanguinario que le propiciaron esos dementes, ella mira a diario su fotografía la cual ha rodeado de veladoras y santos pidiendo a Dios que le conceda el milagro de poder tener nuevamente a su lado a ese ser que es su esposo.

Llamadas perturbadoras, amenazas, chantajes, torturas.

-¿A quién se le ocurriría la idea de secuestrarlo?- se preguntaba ella a cada instante.

-¿Por qué?, ¿por qué?, se le escuchaba increpar en su habitación.

Ahora, la voz de Jacinto se acalla entre la espesura de las sombras y el laberinto de alas coartadas. Sin eco, sin derecho a nada, llora tal vez, atajando sus lágrimas en la bóveda del infortunio, en la absurda prisión que le niega sus soles y oculta sus amaneceres. Su voz de pájaro ausente esconde su alfabeto y sus notas se disuelven en el sudor de su angustia. No existen pistas que lo lleven a casa. Huérfano, perdido en esa vasta cordillera. Su sed se alza sólo para beber el vértigo de la muerte en medio de esa jauría de mentes perversas.

Aminta en la mecedora, él en su hamaca. Hablan en el silencio nítido que también murmura en esa noche ciega de idioma imaginario y los incita a guardar con recelo sus secretos empolvados. Hace frío, ella se levanta, toma dos cobijas de lana y extiende una sobre el cuerpo de su esposo y con la otra se arropa hasta el cuello. Su rostro, al descubierto no deja de mirar a Genovevo, así se quedan dormidos, suspendidos en el soponcio después de una larga jornada de trabajo.

Amanece.

A través de la hendidura de la ventana carcomida por los años, el reflejo de los rayos de sol, hace resaltar el moho en las grietas del piso. Genovevo abre sus ojos, se la queda mirando con la inocencia de un niño compungido, las lágrimas brotan de sus ojos y mientras toma su mano le dice: -Hoy soy un hombre tranquilo, a pesar de este puñal que llevo clavado en mi pecho por la desaparición de mi hermano. He realizado en cada mañana, mis sueños construidos, no me importan las desventuras por la que he tenido que atravesar, tu estás conmigo, nuestros hijos crecieron y hasta ahora ha valido la pena esta vida tan placentera que tenemos. Nuestro rancho construido con la certeza de tener un lugar cálido, nuestra siembra ilusión matutina por ver cada retoño florecido, nuestros animales, compañía y sustento. Razón tienen ellos al decir que esto es como un paraíso de belleza indescriptible.

Aminta, risueña, muestra sus gruesos labios, ladea la cara, busca una excusa coqueta para jugar al amor y le susurra suavemente: -- Al sentir tus manos, tu cara, tu piel y todo lo tuyo, llega a mí una melodía que se infiltra como un espíritu a través de la puerta y me perturba el pensamiento, años junto a ti y dentro de mí sigue intacto todo aquello que sentí cuando te vi por primera vez en la plaza del pueblo. Mis senos frágiles como cristal, no resisten la tentación de querer fundirme dentro de ti y entregarme majestuosa como la montaña que nos convida a su cima en cada mañana.

Genovevo la mira, la hace suya, le da un beso en la frente y con un gesto pícaro le dice: --Es hora de arar la tierra ¡apresurémonos!

Otro día más en que ni siquiera las piedras amontonadas conocen el color de su risa.

Las palabras derretidas no logran apaciguar ni por un instante los corazones gélidos ni hacen estremecer al asesino. Tantos años construyendo una vida y bastan unos minutos para destruirlo todo.

Desnudo, sin equipaje, escapo de la miseria humana.

Parto pero no me despido. No tengo a quien estrecharle mi mano ni a quien darle un abrazo.

Ahora soy peregrino y mendigo.

De un lado a otro, vago y divago.

Día a día salgo en busca de un sol que me queme menos y una sombra que me ayude a refrescar mis tormentos. Esos tormentos que opacan mi vida y me cierran todas las posibilidades para encontrar algo, algún indicio que suavice mi agonía.

No sé hacia donde voy.

Cualquier ruta me llevaría al mismo sitio. Me da igual. Es mi odisea y quiero comprender muchas cosas que todavía no soy capaz de entender.

Ahora, descalzo, mis pies se ampollan por la resequedad y la aridez del terreno. Arden y me duelen. Trato de masajearlos, pero mis manos ásperas producen más dolor al contacto con ellos.

Mi estómago se debate entre el hambre y el vacío. Se retuerce, emite sonidos extraños.

Agotado por la incertidumbre, mi alma se seca.

Mis manos aprietan mis sienes con furia para tratar de ahuyentar de mí todo lo que me agobia.

La visión se me borra, se diluye y desenfrenado trato de recopilar mis ideas.

Desplazado, desterrado de mí mismo, ausente e indefenso, extraño invasor de espacios públicos.

No cargo sobre mí ningún mal, tampoco un crimen.

Me han condenado.

¡Sí condenado!

¡Soy reo ausente!

¡Inocente!

Atrapado y sin salida lloro, mi dolor duele, de tanto dolerme me acorrala.

Busco, ya extenuado, un fundamento para apreciar la belleza de la vida, de las cosas.

Hoy no lo encuentro.

Avanzo desolado.

En mi mente están presentes las imágenes de las personas que ya no puedo abrazar. Ni siquiera tocar.

Ya no están. Me antecedieron, exabruptamente, en este viaje terrenal.

Elevo mis ojos, veo la luz. Esa luz que es para todos que refresca mi vista.

Siento ira, mucha ira, contra esas personas que me han quitado todo.

Me han despojado de todo. Están enfermos de los ojos y del corazón. La luz para ellos es un martirio, los encandila, los enceguece y en su aturdimiento son como pirañas. Sus corazones no palpitan, no bombean, sólo detonan.

¿Quién soy?

¡No tengo identidad!

¡No existen de mí datos que puedan dar alguna señal de mi persona!

Sé que me llamo Genovevo Sepúlveda Escalante, de oficio agricultor, ahora viudo, padre de cinco hijos, ya extintos.

Esa es la única referencia que me queda de mí mismo. Sin partida de bautismo, sin registro civil ni cédula. Mi documentación quedó sepultada bajo los escombros de aquel pueblo, donde crecí y viví, donde amé, reí, lloré, donde quedaron sepultadas también todas mis vivencias.

Ahora no es un pueblo, es un fantasma.

Embotado y lerdo de corazón grito:

--¡No soy!

¡No existo!

¡Nada soy!

Sueño la locura por el hastío a la amargura, en un mundo en el que siempre se debería sonreír ya que de alguna manera la alegría alimenta el espíritu y lo aleja de esas verdades escabrosas que el mismo hombre se ha ideado para su destrucción.

Ahora, reclinado a un poste en una esquina cualquiera de la gran ciudad, todos los días se le escucha a un hombre repetir una letanía incansable: “No le pregunto a ese hombre de dónde viene, tiene un sabor amargo, es la hiel que emana de las sombras de aquellos que persiguen la luz en los reflejos del oro, -artífices de un reino mundano-, empapados por la lluvia de mieses que a cántaros cae en las madrugadas, en la noche no encuentran pan para su espíritu se abrigan y permanecen desnudos.

¿Dónde está su inteligencia? Enjaulan al pájaro cantor y, encadenan a otro de su especie, entretanto los cimientos de las montañas se estremecen cuando esas bestias feroces con ojos de buitres arrastran a todos aquellos que nacieron para volar.

“No le pregunto a ese hombre…”

“No le pregunto a ese…”

“No le pregunto…”

AL OTRO LADO DE MI ORILLA

No soy yo, es el otro que está en mí. Salgo de mi casa, llego a la esquina y doy la vuelta y alcanzo a divisar mi brazo izquierdo. No es mi brazo sino el brazo del otro que está en mí y va conmigo a todas partes. El otro me asfixia, me persigue y a veces me detengo. La gente muchas veces me ve discutiendo sólo, creen que estoy loco, pero desconocen ese problema que he llevado conmigo desde hace muchos años.

De regreso de mi rutina, rutina de una vida común y corriente, de gente como uno, entro a casa, voy derecho a mi habitación, corro la cortina y se apaga la luz de la luna.

¡El ambiente se torna lúgubre, parecido a todo eso que existe en mí!

Diez de la noche. El viento helado cala mis entrañas, siento frío, froto las manos con fuerza y de mi boca sale un vaho cálido, mis huesos se ponen, rígidos y rudos como el mármol sin pulir de las canteras. Sin embargo, deseo aliviar mi carga.

Ahora estoy, elegante me cambié de ropas. ¡Así soy yo!: camisa de lino blanco, de mangas largas , pantalón gris, de tela tan suave, que al contacto y roce de la mano, da la sensación de ser la piel de mi piel. Me puse los zapatos de cuero, exquisitos, de marca. Encajado ya, me pongo las mancornas para ajustar los puños de mi camisa.

Algo me falta.

El retoque final.

Agarro un parche de cuero negro para cubrir mi ojo derecho no tengo ningún problema en el ojo, lo hago sólo porque esto llama la atención de los demás y al verme así se les despierta la curiosidad por querer saber qué me ha sucedido. En esta ocasión pongo delante de mí, al otro que está en mí. Es como una especie de señuelo para atraer a los demás y sentirme importante. Una aberración que me acompaña desde hace mucho tiempo.

Salgo a cumplir mi cita.

En cada una de esas noches de azar, pongo en riesgo y en juego mi vida.

En mi auto, un Mercedes Benz blanco, mis pensamientos débiles y confusos, forman un nido tupido como esos que construyen las Maríamulatas en el árbol frondoso donde hacen sus nidos.

Tomo el timón de mí carro, lo agarro con mucha fuerza, casi violentamente como si quisiera derribarlo. Mi lucha en contra de él se vuelve infructuosa. Lo único que logro es estropear mis las manos.

Ya en ese bar, ese mismo bar que visito todos los días, la cita es inevitable, me lleva al encuentro conmigo mismo. El del otro.

La soledad hierve dentro de mí mismo. Mis pensamientos han formado una capa gruesa y espesa, se vuelven una nata, que no deja pasar la luz.

Reacciono ante lo evidente. Ante mi realidad.

Soy un tonto.

Lo sé.

Todos tenemos algo o mucho de tontos, pero a veces prefiero vivir en una madriguera invernando por largos meses.

Allí, en el bar, estoy rodeado de muchas mujeres ¡ quiero ganar la partida en ese juego!. ¡El juego de mi propia vida!.



Arrellanado en un sillón hago señas con mi dedo índice a la chica de falda roja y sombrero negro. Tan maquillada que parece una gatita misteriosa de esas que se arrastran cuando están en celo.

Ella se acerca.

Pido un Chivas Regal, seco y doble.

Casi enseguida aparece y lo coloca sobre la mesa.

-¿Algo más?—me dice.

-No gracias, puedes retirarte-- Le digo mientras la miro directamente.

Ahora, embebido en aquel ambiente de trajes ceñidos, llamativos y hermosos, una jovencita me hace un guiño, insiste de manera provocativa. Sensual se me insinúa. Su movimiento arqueado y curvilíneo me excita. Mi mirada se torna fija y penetrante. La despojo de cada una de sus prendas de vestir.

¡Insana curiosidad lasciva la mía!. Yo, espectador, cegado y trastornado por la imagen que tengo frente a mí, ¡Me debato entre mi propio yo y el yo del otro!

De repente la tarima se cubre de humo, interrumpo mi delirio, en esos rituales intocables en cada noche de ardor y desamor. Mi otro yo lo disfruta y mientras me ahogo en la confusión somos dos en uno, ahora, es difícil que mi cuerpo funcione, mi mente no es mi mente, ¡ se somete a la voluntad del otro!

¡Ya qué!

En memoria de las victimas


de un atentado terrorista ( Bogotá-Colombia )

Hay oscuridad y silencio, son las cinco y treinta de la mañana y mi cuerpo, desgonzado, acaricia con pereza el tibio rigor de las sábanas que cuidaron mi descanso en esa noche.

Otro día más que me invita a continuar. Me levanté y, como de costumbre, me detuve ante el espejo empotrado en la pared; vi mi anatomía, para mi gusto algo extraña, excesivamente espigada y de extremidades largas.

Me despojé del pijama de textura fresca, me dirigí al cuarto de baño y tomé el tiempo justo, media hora, para quedar impecable.

Jovial. Así desperté, no conservo ninguna imagen de algún sueño que hubiera podido tener esa noche; dormí placentero, nada perturbó el sosiego en el que ahora me encuentro después de haber padecido tristeza por la ausencia de Amelia: mi esposa. Una enfermedad fulminante acabó con su vida.

Bebí un vaso de jugo de mandarina, saboreé dos tostadas azucaradas humeantes. Yo mismo las preparé, me daba gusto hacer mis cosas.

Listo para partir, tropecé con la mesa de la sala, de inmediato se cayeron los dos portarretratos donde se veía la foto de mi esposa.

Tres años ya desde su adiós.

Los levanté, los recosté a mi pecho y sonreí.

A mi mente llegaron, esas vivencias llenas de contrastes. Casi pude palpar por un momento mis recuerdos.

Se me hacía tarde, no podía quedar inmerso en esos años. No, no soy egoísta con el recuerdo, pero de haberme quedado absorto en ellos, no hubiese salido nunca de ese lugar.

Llamé a mis dos hijos: --Lucía, Juan, bajen a despedirse.- Ellos saltando los escalones de a dos en dos, llegaron a mi encuentro. Los abracé y mientras esto sucedía, Lucía con sus ojos pícaros me dijo: --Papá, no te olvides llegar temprano, acuérdate que hoy es mi día. –Si mi princesa, hoy es un día muy especial y juntos celebraremos la dicha de esta fecha. ¡Feliz cumpleaños!

–Gracias papá.

Ya en mi oficina, dediqué tiempo a desarrollar el plan de trabajo que tenía anotado en mi agenda.

Medio día. En la Sala de Juntas encendí el televisor, de inmediato los titulares del noticiero, muertes, fosas comunes, terrorismo. Aterrador y escalofriante, ninguna imagen positiva que incentivara a mi ojo receptor; la misma historia de todos los días sin importar la hora.

Encendí un puro, sentí dolor ante esas imágenes nada halagadoras, apagué el aparato y, como un autómata, erguido avancé. Mis ojos se reflejaron en los cristales del ventanal, el olor del puro se esparcía. Asomé mi cara y todo revoloteó dentro de mí, no sé si eran voces internas, no sé si era el eco, no lo puedo descifrar.

Me sacudí y mis ojos estaban llenos de lágrimas, el vértigo se apoderó de mí, como pude recosté la cabeza sobre la silla y fui recuperando mi estabilidad; miré el reloj y me apresuré a buscar a mis hijos, se me hacía tarde para acudir a su encuentro.

Al verme, felices me besaron, nos subimos al auto y partimos.

En el trayecto contamos anécdotas jugueteamos con palabras, rimas y canciones; ciertamente era un día muy especial y Lucía, emocionada, decía que su torta la quería con mucha crema de caramelo.

Estacioné el auto en el centro comercial, justo cuando nos dirigíamos a los almacenes, no habían transcurrido diez minutos. De repente me escuché a mí mismo: Era yo. ¿Cómo no reconocer mi propia voz?

Todo sucedió velozmente.

Al pie de las llamas, sin entender nada, grité rasgado y retorcido del dolor. Las cuencas de mis ojos ardían.

Mis hijos, debo encontrarlos. –Lucía, Lucía, Juan, ¿dónde están? Respondan.

Como pude me arrastré y, en medio de todo aquel infierno, lo único que se me ocurría era gritar: -- ayuda, ayuda pronto. Lucía, Lucía, Juan...

- Papá, papá- se escuchó entre ecos. - Papá, papá.

Alcé mis ojos, vi a mi hija, sin aliento, su cuerpo semienterrado en los escombros, con un brazo mutilado, las piernas en pedazos, desprotegida. Inútilmente estiré mis manos, no podía alcanzar a Lucía, estaba también atrapado.

Sentí miedo.

Pude distinguir a mi hijo Juan, lágrimas bañaban su rostro, se confundían con sangre en torrentes de angustia. No sé si eran lágrimas que diluían su sangre, no sé si era sangre que teñía su vida.

Un estruendo.

Segunda detonación.

Allí, ante mis ojos, fallece Lucía.

Sirenas, ambulancias, socorristas y en una camilla el cuerpo de Juan.

Se debatía y balbuceaba.

- ¡Se nos va, se nos va, se está yendo! Se escucha la voz del paramédico: ¡se desangra, no responde!

Otro más en la lista, otro más de esos nombres interminables que inundan los campos santos; otro más que luchó y fue víctima del destierro prematuro para ir derecho al cementerio.

Sentí que me extinguía.

Abatido, entre lo que aún me quedaba de vida y con mi dedo ensangrentado, escribí en un pedazo de escombro que aprisionaba una de mis piernas: Guerra fría, acabaste con mi vida en un instante, soy inocente, y he sido partícipe de tu barbarie.

Y alzando las manos con un gesto de paz, expiré.

Nacemos siendo niños y nuestro corazón sin importar los años siempre descansa en la niñez…


Y los sueños…, sueños son…


EN EL COLUMPIO SE MECEN LOS RECUERDOS
Los recuerdos de niña se balancean en mi memoria. Me columpiaba hasta tocar el cielo y capturaba algunas nubes de algodón con figuras de animales extraños. Podía sentir el viento cortarse cuando la velocidad de mis impulsos hacía tronchar algunas ramas con mis codos desplazados de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba en el movimiento del columpio. Fascinante sentir el alboroto de los pavos cuando me ponía a gritar de contento, una y otra vez sin detenerme, en aquella tabla de madera sostenida por las cuerdas colgadas del palo de mango, del patio enorme lleno de frutales: de guanábana, anón, limón, papaya, bananos , entretejidos con el criadero de pollos y pavos, con los cerdos.

El árbol de mango tenía una magia extraña su ubicación era precisa, en el centro del patio. Era mi árbol, mi mundo.

Mi reloj de arena, marcaba acompasado mis instantes de ingenuidad, de desprendimiento, de libertad, como todas esas mariposas amarillas que vuelan de un lado a otro y se posan sobre las margaritas.

Allí, el tiempo no transcurría para mí. Todo me entretenía y hasta me inventaba historias y cuentos, en donde yo era el personaje central, la mandona de mis personajes imaginarios: regañaba y señalaba con mi dedo, haciendo gestos muy particulares.

Todo giraba a mí alrededor.

¡Era mí patio!

¿Y quién decía que no era mío?

Con una frecuencia inusitada, me invadían las candelillas, coloradas y piponas. Cuando menos me lo esperaba ya se habían apropiado de mi cuerpo. Tenía que rascarme, la piel se me ponía roja. Las había por montones, formaban hileras como un río enlodado y turbio, en torrentes, una detrás de la otra en su andar subían y bajaban por el tronco ahuecado del árbol de guayaba, diagonal al epicentro de mi mundo:¡ mi árbol de mango!

Me encantaba comer guayaba viche. Entre más viche más sabrosa, no las dejaba ni crecer, mientras me encaramaba en el palo se me hacía agua la boca, las alcanzaba y sin lavarlas, me las comía como si nunca antes las hubiese probado. Tenía lista en una servilleta la sal con pimienta que había robado de la despensa, tenía que entrar a hurtadillas y sacarla de a poquitos. Mi mamá me tenía prohibido rotundamente comer esas cosas con sal y limón, ella me decía que la sangre se me iba a cortar y yo no entendía cómo la sangre podía cortarse. Sin embargo, enseguida arrancaba un limón y le exprimía hasta la última gota. Así, con mis manos sucias de tierra, hacía una mezcolanza de esos ingredientes, adicionándoles la mugre. ¡Qué delicia!

La lengua se rajaba, me ganaba una boquera monumental. Eso era lo malo. La boquera me delataba.

De inmediato la cantaleta de mi madre, la dichosa y eterna cantaleta.

No me importaban los bichos esos de los que tanto ella hablaba, los microbios. ¿Qué serían los microbios?

Después de comer toda esa mezcolanza me limpiaba las manos pegajosas en mi pantalón caqui de dril.

Hacía una pausa, me imagina cosas, arrojaba por la pared ramitas secas, retazos de tela de los pedazos que le sobraban a mi mamá cuando cosía mi ropa, también papel para barrilete. Rauda y sigilosa como si estuviera escapando de alguien, me trepaba como mico por la paredilla y caía al lote enmontonado que colindaba con mi patio. Allí, trabajaba a pleno sol. Como carpintero, unía uno a uno los palitos, recogía frutas de una mata dentro de la maleza, eran como unas uvas no comestibles que, al espicharlas, soltaban un líquido pegajoso que yo utilizaba como pegante.

Sudaba a chorros mientras hacía el barrilete. Amarraba las varitas con hilos de paja, pegaba el papel y le ponía una cola bien larga con los retazos de tela de varios colores para que pudiera volar, por último la amarraba a mi carrete de hilo grueso y la soltaba, para que flotara en el aire. Recogía hojas secas y, las ensartaba en la pita para enviar mensajes y pedir deseos. Las hojas subían con la brisa y el vibrar de la pita, como por arte de magia, hasta tocar la cometa.

Uf, ¡qué momentos mágicos!, como esos cuentos de hadas en donde el príncipe se convierte en sapo, la princesa lo rescata y lo vuelve humano después de darle un beso prolongado.

Cuentos de hadas donde, yo era al mismo tiempo el hada madrina, la princesa y la dueña de mi historia.

Así pasaba mis días hasta llegar la oscuridad, cuando el inevitable grito de mamá anunciaba que era hora cenar: - ¡Lidia, sube inmediatamente!, ¡lávate las manos y la cara!

¡Date prisa que se enfría la comida!

Como un bólido suspendía mis actividades, automáticamente subía por la escalera del patio, hasta llegar al comedor. Le tenía pavor a mi mamá, parecía militar, al primer berrido, había que ponerse alas mecánicas, prender el motor y salir volando a su encuentro, porque el peor de los castigos era no poder jugar en el patio al día siguiente.

Allí, en la mesa, empezaba mi lucha interna.

¡Guacala!.

Esos pimentones asados y cortados en julianas, con dientes de ajo picado y aceite de oliva y además, emparedado de pan con jamón. Sólo el vaso de jugo de piña, se convertía en mi pasante salvador. Tragaba entero los pimentones, me los pasaba con la ayuda del jugo.

¡Que asco!

¡¿Cómo podía gustarle eso a mi mamá?! ¡Que suplicio! En cada bocado sentía la mirada inquisidora que pronosticaba la paliza. En su mano izquierda, la chancleta aguardaba ya, semitemblorosa, lista para ser arrojada en caso de necesidad.

Todavía sigo sin entender porqué cuando uno es pequeño lo obligan a hacer lo que no le gusta. Quizás, ¿Esa eso es lo que le llaman educar?

¿Será la nostalgia?

Todo ha quedado atrás, los patios en vía de extinción, convertidos en moles de cemento cortando las alas de la creatividad y la imaginación, imaginación hoy sedentaria, anquilosada en un computador dejando en el recuerdo aquellos juegos compartidos de : OA, la peregrina, el puente está quebrado, las escondidas, la pobre coja, Margarita la de atrás, el velillo, de la Habana llega un barco, materile, entre otros, reemplazados por un “mouse” que, al hacer clic muestran en una pantalla juegos de video en dónde la violencia es el centro de atracción.

HOY HABLARON LAS BEGONIAS

Las begonias en el callejón, como si fueran los cabellos de las paredillas colgaban de hojas como lenguas moradas, de un morado casi púrpura. De sus hojas despreocupadas, asomaban los tonos lila de sus florecillas menudas que resaltaban entre las veraneras cargadas de mazos de flores rosadas, amarillas y blancas prendidas a la reja de hierro labrada, de figuras renacentistas que movían sus extremidades al vaivén de la brisa y se estrellaban contra el rectángulo blanco de la pared. La brisa fuerte formaba una corriente de aire como una tromba que, en círculos, envolvía las hojas secas que caían de los árboles y con su lluvia cegaban mis ojos.

Una gama de colores y un paisaje hermoso para plasmar en un lienzo.

Allí estaba yo, como una reina de ese esplendor.

Sin anunciarme, las begonias presentían mi presencia, conocían mis pisadas al arrastrar las chanclas de caucho de mi mamá, conocían el olor de mi cuerpo, mis movimientos, el frenar en seco de mis pies y hasta su chirrido al roce que se ampollaban al contacto de cemento que rastrillaba sin compasión mis dedos. Brotaban de ellos unas bolitas parecidas a esos plásticos protectores modernos con que cubren los electrodomésticos antes de ser empacados para protegerlos de los golpes.

Las begonias me hacían la corte mientras la manguera arrastraba su furia ondulante de boa, entre mis manos de niña. Las regaba y me reía con picardía mientras tramaba alguna diablura. El chorro, directo a la tierra, salpicaba el blancor del muro en café claro.

El portón abierto dejaba salir a los destructores Cochise y Rubén Darío, los perros de mis dos hermanos fanáticos del ciclismo. Cochise era de raza fina y Rubén Darío sin Pedigrí. Se enloquecían con el chorro de la manguera y ladraban corriendo de un lado a otro, mientras movían el rabo como un péndulo y se restregaban contra las paredes para secarse. Suerte triste tuvo Cochise, una tarde murió ahogado con un pedacito de carne que mi hermano le dio a comer, en dos minutos la tráquea se le cerró. Quedó Rubén, campeón y rey absoluto de la casa, amo del patio y de las begonias del callejón, donde impuso sus leyes, las que él mismo, en su cerebro o en su instinto se había inventado.

Rubén parecía padecer de Delirium tremens o de esquizofrenia, porque se peleaba solo en su arrogancia y sus movimientos incoherentes querían alcanzar con la boca el rabo para arrancárselo.

En las noches nos cuidaba y protegía de ladrones, se le dejaba afuera en el callejón de las begonias y al menor ruido ladraba como tenor invadido por la afonía, cantaba una ópera tan aburrida que tocaba aguantarla completa porque mi cuarto daba al callejón. En nada se parecían sus aullidos a las melodías de Pavarotti, que mi padre escuchaba todos los sábados por la mañana durante cuatro horas seguidas.

Era el mes de Julio de mil novecientas setenta, escuché a mi mamá hablar con papá a la hora del almuerzo, conversaban sobre una ley en proyecto, para la construcción de el nuevo aeropuerto porque el que existía era pequeño y estaba metido prácticamente en medio de las casas; en su idioma extranjero, les entendí que de pronto tendríamos que mudarnos porque el gobierno iba a: “inspirar”, “aspirar”, “estirar” o “exfoliar” el terreno. Algo así fue lo que les escuché, pero por ser un término tan estrafalario y rebuscado me quedé mirando a Rubén que descansaba al lado de mis pies sin poder intervenir, porque antes, cuando nuestros padres hablaban, ¡ay mamacita santa!, hijo que interrumpiera la conversación de los mayores, llevaba su coscorrón, y mi mamá seguía hablando y decía que las tierras las necesitaban y la casa de nosotros quedaba ubicada en la mitad del terreno requerido para la construcción.

Terminé de almorzar. Asustada y sin entender la palabra con precisión, corrí a mi cuarto, agarré el diccionario que me había enseñado a manejar la seño Mayo cuando tenía cinco años y asistía a mi primer año en la escuela, a la vuelta de mi casa, en un garaje. No es que fuéramos niños superdotados, pero antes, en mi época, del Kinder se pasaba a primero, no existían las modalidades modernas de “párvulos”, “pre-jardín”, “jardín”, “transición”, etc.

Abrí el diccionario y Rubén a mi lado, movía la cola de un lado a otro, apoyaba su cabeza en las hojas del libro como si también quisiera buscar en él y conocer su contenido. Pasé las páginas, busqué palabras que medio entendía a mi mamá cuando hablaba. Ninguna, me daba una respuesta que aclarara mis dudas. Dos días en ese sonsonete hasta que con claridad volví a escuchar la conversación de mis padres. “Expropiación”, ¡Esa era la palabra! nuevamente al diccionario y ¡eureka!, duda resuelta.

Abracé a Rubén y me puse a llorar inconsolablemente, perdí el apetito, estaba desganada. Él me lamía solidariamente para aliviar mi tristeza. Entendió lo que estaba sucediendo. Para mí que él era bilingüe y, ¡eran tan claras las palabras que escuchó!

Me sentí desfallecer, tendría que abandonar mi callejón y Rubén perdería su espacio, su territorio.

Mi mundo y el de Rubén, roto, castrado, derrumbado.

La noche del Sábado, dormí inquieta, escuchaba como si las begonias susurraran algo, enviaban un cántico a mis oídos y entre ese cántico resaltaban los ladridos del perro, más arrebatados que nunca y de repente los aviones aterrizando en mi callejón y aplastando mis begonias. Soñé con mi casa demolida. Una pesadilla infame, me dolía la cabeza y el ruido de los motores de los aviones me zumbaba en los oídos.

Restregué mis ojos y me asomé a la ventana. La boca de Rubén todavía con ramas de begonia aprisionadas entre sus dientes, el jardín destruido.

Sentí ganas de ahorcarlo, me puse a dar alaridos, lo observé en el rincón con el rabo dentro de las piernas y los ojos gachos como cordero degollado, gemía ininterrumpidamente como suplicando perdón.

En ese momento descubrí la relación de mi sueño con el comportamiento de Rubén.

Tal vez, en su furia y su dolor había comprendido el significado de la palabra expropiación y decidió destruir las begonias para salvarlas de los aviones de mi sueño.

Jamás expropiaron mi casa y Rubén fue regalado por mis padres y nunca más supe de su paradero.




PAPÁ Y A TI…

NO TE OLVIDO

Bienaventurados los puros de corazón


porque ellos verán a Dios


(San Mateo)


Papá, en blanco y negro miro tu fotografía, esa que en honor a tu memoria permanece colgada en un recuadro en un lugar muy especial en la pared del estudio donde sabes pasamos más de cinco horas diarias con mamá y mis hermanos. Allí está intacto el diván donde hacías la siesta y roncabas alegremente mientras yo te sobaba los párpados, te sacaba las cejas canosas, recibías mis mimos, jugueteabas al recién nacido y después me regalabas un peso para comprarme chuchearías. Parecías un niño. ¡Eso me gustaba!

Estabas allí frágil e indefenso en busca de mis caricias y mi amor.

Desde la mecedora veo tu imagen entonando los boleros de antaño esos que punteabas con la mandolina y los llevo incrustados en mi pecho como un tatuaje sin olvidar ninguna estrofa.

Ahora puedo tenerte siempre conmigo, ¡siempre permaneces en mí! Estás en todo lo que miro y toco, quizás no físicamente, sin embargo, sé que ahora estás con los querubines entonando esas melodías para los ángeles y ¡por supuesto para mí!

¡Eres mi ángel guardián!

Al mirar tu rostro en esa foto llega hasta mí el aroma de la mandarina de aquellas conchas que me decías guardabas dentro de un frasco con alcohol para rociar gotas en tu cuerpo que hacía las veces de colonia ya que no existía nada de eso en aquella época tan difícil.

Llegaste a este mundo en 1.914, después de haberte resguardado en la bóveda de tu madre durante nueve meses, en sucesión de calores diferentes al calor regocijante de la placenta que te acunó febrilmente. Naciste en Italia, en un hermoso pueblo que soportaba en esos momentos los bombardeos en pleno apogeo de la guerra que te arropó con el fogaje despiadado de los hombres que combaten sin sentido; ese calor era de ráfagas bélicas.

¡Me duele tu dolor papá!

Evoco paradójicamente tu historia colorida por el cruce de fuegos que quizás ya presentías cuando fuiste llamado a formar parte de las filas de los granaderos para prestar el servicio militar obligatorio como antesala de otra guerra empeñada en estigmatizar el paso de tus días.

Cuando me mirabas con tus ojos extasiados en el horizonte como masticando las palabras me decías que eras muy joven en ese entonces y una lágrima se escurría de tus ojos y te preguntabas casi susurrando tal vez para no herirme ni traspasarme tu dolor: -¿A eso vine a este mundo? ¿Nací acaso para vivir con el miedo de morir en una trinchera a manos de un enemigo que al igual que a mi le tocaba enfrentar con su frió interior la misma angustia de caer tendido y quedar en el recuerdo simbolizado en una bandera y una medalla por haber muerto con honores al servicio de una patria?

Papá, por esas cosas del azar contaste con suerte, tu fino oído hizo de tu flauta la varita mágica y eso te llevó a formar parte de la banda del ejercito.

¡Eureka!

La música a tu favor te regaló un gol. Sin embargo, tiempo después, la desolación, la escasez, el hambre, hicieron que tu patria te abortara. Cosa que le agradezco, ¡permaneciste con vida! No le hubiera perdonado nunca a la vida si me hubiera negado la oportunidad de conocerte, de sentirte, de hablarte, de reír y jugar contigo.

Zarpaste un día en el último barco que te llevaría lejos a otro continente.

¡Viviste!

¡Viviste para compartir tu amor y tu historia conmigo!

No importa cuales fueron las duras situaciones que te tocó afrontar, tampoco lo inhóspito y desolador de esas nuevas tierras de Sur América en donde los niños desnutridos tomaban agua del río con totuma y sus barrigas eran hinchadas como globos por los parásitos que moraban en ellas. Estoy convencida que sentiste gran tristeza al observar esas escenas, no más tristeza que la que cargabas como lastre de amargura, pero en fin, la vida nos juega siempre malas pasadas.

Conociste a una mujer con la que te casaste y la que no fue mi madre porque enviudaste a los dos años de esposado, victima de una enfermedad llamada tifo.

En tu dolor viajaste nuevamente a Italia después de dos años, fue entonces en la fila esperando la entrada a cine, cuando conociste a mamá.

La cortejaste por tres meses y decidiste traerla para Colombia nuevamente contigo.

¡Qué acertado fuiste!, ella, un diamante inigualable entre los miles de tesoros del mundo. ¡Que bella mujer!, sus ojos aun están tiznados de ojeras por los estragos de la guerra donde hacinada permanecía en un túnel para evitar su cercenación o muerte prematura. De su corazón sólo brota el amor para sus hijos.

Siempre dulce, cariñoso, amable, especial…, así te recuerdo padre, con tu guayabera de lino blanco, tu pañuelo impregnado de colonia “Roger Gallet”, importada de Panamá, tu cabello canoso engominado con brillantina “moroline” que arreglabas cuidadosamente mirándote al espejo con un pequeño peine de dientes muy delgados.

Fuiste elegante, culto, me contabas tantas historias haciendo que mi cabeza se llenara de un mundo fantasioso y mientras lo hacías me quedaba impávida y estática casi sin respiración para no perderme ni un solo detalle de todas esas cosas que me relatabas.

Padre fino, fino en el amor, la dedicación, el respeto y, a pesar de esos años marchitados de incertidumbre y dolor, echaste en saco roto esas vivencias dañinas para forjarte una vida digna que me regaló el placer de tus besos y abrazos los que pude disfrutar por largo tiempo de mi vida hasta el funesto día de tu deceso una tarde gris. Victima de una enfermedad terminal en la que padeciste mucho sufrimiento. El verte sufrir me ha marcado para siempre y me ha dejado con este vació parecido a un cráter de volcán con su lava a punto de erupcionar, al no poder sentir nunca más el amor de esa mirada sosegada, transparente y fulgurante que me protegía a cada paso que daba y me hacia sentir el ser más importante del mundo al contar contigo para todo.

Te amo papá, te amaré por siempre y espero encontrarnos algún día en la eternidad para abrazarnos calidamente y compartir eso gratos momentos que me diste cuando estuvimos unidos.

Hoy después de tantos años de no verte, me encuentro contigo en el deseo y la nostalgia de sentirte físicamente, añoro la alegría de entonces, la ternura que flotaba de tus pasos y gestos, las palabras que zumbaban como moscas en mis oídos y los sueños que juntos soñamos.

Camino mirando al cielo para no olvidar el paraíso, ese lugar de mi infancia en sus nubes de azúcar que tu yo habitamos.