sábado, 29 de mayo de 2010

“UNA MIRADA DESDE EL CLAUSTRO



Tiempos que retornan a mi memoria


(U d C 1.975-1.979)




Ingresar a la Universidad de Cartagena como estudiante para la época de 1.975 era un privilegio porque en ese entonces dicha Institución era sinónimo de solemnidad.


Un claustro imponente. Cuando se es adolescente las ilusiones revestidas de ansiedades se ven titánicas y casi podría afirmar que eternas.


¡Todo era mágico!


Era como soltar las mariposas amarillas de Macondo en un extenso jardín, para que cada una a como diera lugar, se fuera apropiando de su flor, alimentarse y nutrirse del polen que emanaba del profesorado, que en su gran mayoría eran Magistrados, Notarios y Jueces. Engalanando de manera magistral la facultad de Derecho.


Siendo los alumnos tan jóvenes, los veíamos como las cuchillas y los duros. Suele suceder, ya que, antes que nada primaba el respeto absoluto por nuestros superiores; nosotros éramos unas orugas y ellos desde hacía mucho tiempo andaban volando.


Nos tocó una temporada, de altas dosis de represión, provenientes del Estatuto de Seguridad, del hoy fallecido ex presidente Julio Cesar Turbay Ayala, (1.978-1982), razón por la cual debimos soportar un paro de 20 días casi iniciando la carrera.


La incertidumbre nos dejó perplejos, nuestra intención, como cualquier primíparo era, avanzar en la carrera, sin contratiempos, la mayor ilusión era llegar pronto a la meta, aunque apenas estuviésemos dando los primeros pinitos.


Los pocos representantes de los grupos de izquierda que existían eran más bien prudentes en sus actuaciones, solo gritones de arengas y pegadores de carteles en los pasillos, llenaban toda la Universidad con mensajes de protesta y, muchos de los estudiantes, sin saber el por qué de la lucha, marchábamos detrás de los cabecillas como la gente que sigue a Vicente.


Existía MOIR, JUCO, JUPA y otros que se me escapan. Era la época en que los de derecha se atrevían a enfrentarse sin temores y hacían valer sus derechos.


Recuerdo que en el Consejo Estudiantil estuvieron participando como únicos “derechistas” dos compañeros: Pepe de Valencia y José Alviz Martínez, quienes, enfrentaron tan fuerte y decididamente a la oposición que frustraron un intento de Paro Nacional por el famoso Decreto que le quitaba el doctorado a los títulos profesionales (Dec. 222 o 225, que no preciso con exactitud).


El horario era peculiar, los cargos ocupados por nuestros docentes no dejaban otra alternativa.


En la mañana de 7:00 a 9:00 A.M , luego de 11:00 a 1:00 A.M y, en las tardes de 3:00 a 7:00 p.m, quedándonos unos baches muy prolongados, pero las reglas son las reglas y donde mandaba capitán el marinero debía someterse.


Aprovechábamos para estudiar en cualquier rincón o salón desocupado, mi grupo, se caracterizaba porque en el baño había un pasillo con un ventanal de pared a pared calada y ventilaba una corriente de brisa que parecía un gigante abanico con aire refrigerado proveniente del mar. No nos importaba que fuera en el umbral del baño. Otros lo hacían en las bancas y muy pocos en el parquecito central del claustro porque allí el sol quemaba más fuerte que en el desierto, entonces, esperaban las horas de la tarde cuando éste buscaba refugio para salir como murciélagos bajo la sombra de la noche y aprovechar la tenue luz proveniente de las lámparas. Otros íbamos a parar al Parque de Bolívar a estudiar bajo las luces de las gigantes lámparas, sentados en las bancas de cemento o en el suelo rodeando al monumento de nuestro libertador.


Algunos profesores de saco y corbata, otros con camisa de lino mangas largas, eran todos unos personajes extraídos de la mitología, y a pesar de cumplir con su misión de guiar, enseñar y formar buenos profesionales, inspiraban algo de temor y temblor en nuestros organismos, haciendo que nuestros estómagos se contrajeran en intervalos poco moderados.


Las evaluaciones eran rigurosas, dos al año, una a mitad de año que equivalía al 40% y una al final del año que equivalía al 60%. A estudiar se dijo y ni manera de chistar.


Llegada la fecha, los doctores empezaban a evaluarnos a las 7:00 a.m., para ello destinaban un salón, el titular de la materia acompañado de dos jurados, en una bolsa hecha de gamuza color azul turquí o vinotinto, igual que las que utilizan en las iglesias para recoger el diezmo, echaban las balotas con 15 0 20 números, números que representaban la tesis, así se les llamaba, a los capítulos de cada materia. Cada capítulo, podía ser de 80 a 100 páginas. El resultado de la calificación era aleatoria, como en un bingo, si te sabías la tesis favorecida, en este caso el tema, te iba estupendamente, pero si fallabas aparecía el verdugo dándote el famoso “paseo jurídico”, donde te ponían a recorrer todos los temas y ¡eso si que era grave!


Entrábamos por orden de lista y el último estudiante salía a las 11:00 p.m., todos los demás esperábamos impacientes en el pasillo hasta que saliera el último y, a esa hora, después del calor infernal, la batalla sicológica y la incertidumbre por la espera, el profesor empezaba a cantar la nota con su voz fría e intrépida anunciando el triunfo o la derrota.


El doctor Bustamante en la cátedra de Introducción al Derecho Civil, un hombre pausado de tez morena, popocho, no se desprendía de su maletín de color negro, de cartón prensado, parecido a esos que utilizan los visitadores médicos, allí seguramente cargaba todos sus documentos, sus experiencias y sapiencias. Lo recuerdo como si fuera ayer, con sus famosos “Vicios del consentimiento”, dolo bueno, malo, forma y fondo.


El doctor Niebles con su Derecho Romano y sus términos en latín. Cuando alguno de sus estudiantes estaba distraído eso me incluye decía: “Corcione, cuerpo presente pero mente ausente”, eso significaba sentencia segura, sus ojos azules de mirada aguileña parecían lanza en ristre.


Nuestro querido y siempre apreciado doctor Roberto Burgos Ojeda (q.e.p.d.), apasionado en el área de Humanidades con su famosa “Alegoría de la caverna” de Platón, especialmente inteligente, nutrido, instruido, devorador de libros, parsimonioso, se remontaba hasta los rincones más recónditos de la historia, hablaba y caminaba como si flotase en el espacio sideral y nos narraba absolutamente todo, sin omitir detalle, le decíamos cariñosamente por debajo de cuerda “el nido” dizque porque hablaba mucha paja, que ironía a nosotros los muchachos de ese entonces, eso tan importante, que él nos trasmitía, nos parecía paja (era un decir, porque bastante que nos sirvió), a mi personalmente, hoy por hoy las humanidades me apasionan y son mi fuerte.


No puede faltar un doctor muy famoso y no propiamente por parecerse a un actor de cine, era un hombre de baja estatura, de ojos saltones, muy grandes, con voz grave y de ultratumba que hacía temblar hasta las sillas del aula…, no se sentía ni una mosca cuando dictaba su cátedra, ese, era mi admirado profesor Aníbal Pérez Chain con su Derecho Civil


Recuerdo una anécdota muy particular que trascendió como si fuese una leyenda para la Universidad.


Recién ingresada, cursando primer año, en los muros de la fachada del claustro, varios estudiantes nos sentábamos ahí a charlar, esperando el inicio de la siguiente clase. Un día cualquiera que pasaba por nuestro frente un profesor y alguien de los reunidos, nos contó una historia, que ha quedado grabada en mi memoria, desde ese entonces, jamás la he podido borrar.


Dicen las malas lenguas, que fue cierta, yo no lo puedo afirmar.


…Un día en que unos estudiantes conversaban a la entrada de la U, pasaba un profesor de ojos saltones y alguien de ellos le gritó “¡sapo!”, ¡allá va el sapo!, en ese tiempo ese término no era utilizado como sinónimo de metido, chismoso o entrometido, entonces he suponer que era por su aspecto físico. Al parecer el profesor escuchó, dio media vuelta e inmediatamente descubrió a su agresor verbal, le lanza una mirada fulminante y lo sentencia tácitamente, por desgracia ese joven, llegó a ser su alumno.


Pasado el tiempo, el estudiante durante tres años consecutivos había reprobado la materia de Derecho Civil y no podía graduarse hasta tanto no estuviese al día; en su desespero pidió que el examen final se lo hicieran públicamente en el paraninfo de la Universidad con varios magistrados presentes.


Su petición fue aceptada.


Llegado el día del examen, presentes profesor, magistrados y público, se dio comienzo a la evaluación.


El doctor por supuesto empezó a hacerle el famoso “paseo jurídico”, preguntas iban, venían y el estudiante más afilado que una gillette contestaba todo sin titubear.


Después de casi dos horas, el profesor tal vez ya cansado, decidió hacerle la última pregunta para ver si lo corchaba por algún lado, y entonces le dice: -Fulanito de tal, para concluir dígame la definición de “semoviente”, -, el estudiante se puso firme, carraspeó un poco, con gallardía, saca pecho y contestas: “Un semoviente es un animal que puede transportarse de un lugar a otro sin la ayuda del hombre”, el público expectante guardaba silencio, el profesor, al escuchar la respuesta agrega: -déme un ejemplo-, a lo que el estudiante responde: “El sapo”.


Concluido el acto, ante la impotencia y perplejidad del profesor, el alumno fue graduado con ovaciones y méritos.


Ciertamente, todos nuestros profesores eran geniales. Fabio Morón Díaz con su Derecho Administrativo, su nota máxima para las mujeres era de 3.4 y la de los hombres 3.7 en la escala de 1 a 5. Nos llevaba al rojo vivo y con su risita ladeada nos empotraba en la pared.


En una ocasión uno de mis compañeros Cesar (“el Piti”) Porto, se agacha y, a manera de burla, imitando la forma como el Doctor Morón en una ocasión se había caído, nos hace la demostración radiográfica, cuando al Doctor, se le descosió el pantalón por la peripecia que había hecho su esqueleto, dejándolo con sus partes intimas al aire, pálido y hubo que conseguirle prestada una bata de enfermería para que pudiera salir. La sorna del Piti Porto, fue una manera de desquitársela ya que en verdad el profesor era muy rígido.


Teníamos a un profesor algo chiflado, por no decir loco, se me escapa el nombre, era de Derecho Penal, en la mitad del pasillo se abrió de piernas y se agarró sus partes íntimas para demostrar de una forma grosera y grotesca que a él no le iban a sabotear el examen con aplazamientos o segundas vueltas y acostumbraba a decirnos gráficamente “el Procedimiento penal es la carrilera del tren por la que viaja la causa y que el proceso debía prescribir porque nadie podía cargar con él toda la vida, al igual que le pasaba al hombre del bacalao de la Emulsión de Scott.


Me hace recordar cuando el Doctor Pérez Chain le pregunta a un compañero de apellido Corena que le diera un ejemplo de “bien prendario” y este le contesta: “un fósforo”, desde ese instante el doctor Pérez predijo en su profecía, que a este joven, no le iría bien en su materia.


Víctor León Mendoza (q.e.p.d.), quien parecía un orador angelical, su voz de querubín nos elevaba al cielo y sus clases de Introducción al Derecho Pena,l eran eternas, estoy convencida de que con él nuestros espíritus rondaran por los pasillos de la Universidad en busca de esa paz eterna que algún día alcanzaremos; al igual lo queríamos, siempre impecable, de tono pausado, sereno, filosófico y casi romántico.


El doctor Payares, con su “Metodología”, sus clases muy aburridas, ya que, se necesitaba aprender muchas reglas y formas para elaborar trabajos; la mayoría de las veces muchos estudiantes brillábamos por ausentes, no lo hacíamos con mala intención pero es que la materia era pesada.


El doctor Carlos Guete, con Procedimiento Penal, hombre pequeño vestido siempre de lino blanco, extraído como de un cuento de pitufos, con su sonrisa sarcástica, pero con la única finalidad de llevarnos a la cúspide, esa era su intención.


Jamás se alcanzarán a imaginar cuál personaje llegó a nuestras vidas, nada más y nada menos que Monseñor Domingo Gándara, con su Derecho Canónico, con su voz nasal y su “matrimonio rato y no consumado”…, confieso que fue la única materia en la que no fui sobresaliente y no por los temas en sí, sino por el personaje que la dictaba, haciéndonos recordar la misa en la Catedral que decía todos los Domingos, como párroco de planta y a la que inmancablemente asistía con mis padres desde muy niña.


Una clase con Domingo Gándara, era como pagar una promesa subiendo de rodillas a Monserrate.


Raúl H. Barrios (q.e.p.d.), otro personaje, parecía un Santa Claus, siempre jocoso, sonriente y aunque el Derecho Tributario no era tan sencillo, nos enseñó grandes cosas. Era un ser maravilloso, su voz y ademanes infantiles lo hacían ver demasiado paternalista.


Y qué tal ¿El curita Hernández? Derecho Comercial, parecía una daga, reconocido por ser brillante como abogado, lastimosamente, al hacernos el primer examen, nos exigió los artículos de memoria y fue tanta la presión ejercida por todos, que nos lo cambiaron. Si bien en el derecho la memoria es importante, la interpretación jugaba otro tanto.


El Doctor Angulo Barrios y la Responsabilidad Civil Extracontractual, nos llevaba al rojo vivo con el texto de José Alejandro Bonivento, quién fuera Magistrado de la Corte Suprema de Justicia.


En laboral tuvimos el privilegio de tener como profesor al Doctor Guerrero Figueroa, con su Derecho individual y colectivo, las huelgas, los conflictos laborales y las convenciones colectivas de trabajo


Fue una época de estudios fuerte, hasta que, en Quinto año, aparece un personaje “clave” en nuestras vidas. Rectilíneo y exigente, todos le temblábamos, su nota máxima era 3.8, “Derecho Probatorio”, con la bobadita esa, que se nos vino encima, el doctor “Carlos Villalba Bustillo”, a quien no se le pasaba, ni media. Hoy es mi amigo, lo admiro por esa mente lúcida, precisa, suspicaz y mordaz. Sus columnas en el Universal en la página Editorial son exquisitas sin importar la temática.


Antenor Barbosa, en Penal, con sus dos metros de estatura, hombre íntegro, caballeroso e inteligente, en todo el sentido de la palabra.


Rafael de la Valle, Notario, una nota de profesor, con su cabello blanco y sus ojos como bolitas de uñita, azules transparentes, nos enseñaba Derecho de familia.


En la medida que ascendíamos de grados nos esperaba más el patíbulo con los profesores. Seguramente de esa manera nos obligaban a ser unos buenos profesionales donde la mediocridad no tenía cabida.


El rector en esos momentos era el Doctor Luis H. Arraut (q.e.p.d.), quien fue admirado por todos porque desempeñó un excelente papel.


Todo lo sucedido en esos cinco años marcó nuestras vidas de satisfacciones.


Entre las otras cosas buenas para evocar, a parte de nuestros profesores, son las amistades, los buenos momentos, las tertulias, los pasillos fumando cigarrillos, los grupos de estudio, los de parranda para algunos y los de deporte.


Como no todo podía ser estudio había que orearse y relajarse un poco, habían dos grupos de parranda, así le llamaban: Uno de primera y otro de segunda clase. Con el grupo de primera clase se hacían bailes algunos viernes en la casa de alguien, con madre anfitriona incluida, allí estaban entre otras, Margarita puerta, Maria Zarco, Francia Quintero (q.e.p.d.), Linda Pavajeau, Eugenia Domínguez. En el grupo de segunda, Lucho García, Guido Gómez, Barco Blanco, Miguel Fuentes, Lucho Gómez, en fin, todos los que se volaban los viernes de las dos últimas horas para jugar Softball y quienes dieron inicio a la actividad regular de este deporte en la facultad, después a nivel de toda la universidad. Era lo que se decía “la rosca”. Las parrandas terminaban con cerveza, tres esquinas y sancocho.


De ese grupo, hubo dos que sufrieron las consecuencias de llegar muy niños e ingenuos: Miguel Fuentes y Mauricio Brochett. A Miguel lo hicieron amanecer en el camellón de los Mártires, tomando ron popular con los emboladores y a eso de las 5:00 a.m., se puso a llorar porque se había gastado en ron, el dinero para pagar el recibo de la luz de su casa.


Entre los compañeros no podía faltar un morboso a quién por respeto le daré un seudónimo “Cástulo Bustos”, cada vez que se tomaba más de un trago hacía una embarrada bien grande, hasta el punto de que se casó con una prostituta.


Cuando descubrió que el amor que esta mujer le había jurado, no podía durar mucho porque era la fuente de su sostenimiento, Cástulo intentó suicidarse. Afortunadamente un vecino oyó cuando se quejaba de los dolores producidos por el kan kill que se había tomado y su amigo lo pudo llevar a tiempo al hospital.


El alegato para la anulación del matrimonio fue para Cástulo, un conflicto de marca mayor, debido a que tenía que confesar sus debilidades. Pidió ayuda para hacerlo a cinco “buenos” amigos con los que estudiábamos.


La única condición que este quinteto le puso, fue que él, no podía opinar sobre el contenido y, tenía que invitar a las empanadas de pollo de ese día en la cafetería Sucre. Él aceptó. El famoso alegato fue toda una novela digna de “El amor en los tiempos del cólera”, redactada por cinco buenos amigos, con el mejor deseo de vengarse de todas las locuras y metidas de pata de Cástulo. Por fortuna él no lo leyó antes de firmarlo y entregárselo a su abogado. Posteriormente cuando conoció su contenido después del fallo favorable que obtuvo gracias al documento, no tuvo más remedio que reprenderlos cariñosamente y dar las gracias.


Justamente existieron personajes no menos importantes que nuestros doctores, “los chaceros” inmortales, aun están en la puerta de la U, después de 32 años, con su venta al menudeo, conocedores de muchos secretos y una que otra cita clandestina. Ellos, aparentemente desapercibidos, pero valiosos para nosotros los estudiantes, formaban parte de nuestro mundo, quizás no el de las letras pero si del sosiego que producía una menta, un coffee de Light, un supercoco, un cigarrillo, un tinto, los que, en definitiva, mitigaban, aunque fuese momentáneamente, la fluctuación de nuestras emociones al tener que, enfrentarnos en el día a día, al reto de ser profesionales, en una entidad que hoy por hoy figura como “Alma Mater” en la formación y educación de muchas personas en nuestro país, siendo reconocida y valorada como una excelente Universidad de la que me siento orgullosa como egresada, por sus prospectos futuros portadores de éxitos.


En estos días he leído un libro que me obsequió mi amigo John Jairo Junieles, egresado de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad, afamado literato a quien admiro y le auguro grandes éxitos, en un capítulo me encuentro la siguiente anécdota la cual por oportuna, transcribo: Betancourt Bustillo un estudiante de Derecho de la U de C en el año 1.949, cuenta: “Pero vino el examen final. (…) Ocho días antes, le presté a Gabito mi texto de derecho Romano, que muy pocos alumnos teníamos por edición agotada y aparecía con más de 20 firmas, de igual número de dueños, adquirido por mi. Le dije a Gabito que se lo prestaba por cuatro días, pues necesitaba repasarlo. Así ocurrió. Se perdió cuatro días y me llevó el libro. El día del examen final todos estábamos pendientes de Gabito por el incidente con “El Culebro”. Le estaba cazando y la posible victima se preparó. Metió las manos en el saquito que usaba para eso y sacó la ficha que indicaba la tesis que debía exponer. Arrancó Gabito con la explicación del tema y el profesor Manotas (q.e.p.d.) no le interrumpió y sólo se silenció cuando se agotó el tema del texto que prácticamente lo recitó. ¡Que memoria! Dijimos todos.


“El profesor le tocó el timbre y le dijo: “Tiene dos”. Él (Gabito) enmudeció y no le reclamó absolutamente nada. Todos sus compañeros reclamamos al profesor y recuerdo que le dijimos: “García ha hecho un examen para cuatro o cuatro y medio o cinco”. A lo que el profesor dio una respuesta tajante: “Nunca lo vi en clases”.


“Yo no nací para esa vaina” era el comentario que, según Betancourt, hacía García Márquez después del incidente del examen, a sus compañeros de estudio. (Tomado del libro Gracias Márquez en Cartagena. Sus inicios literarios), autor: Jorge García Usta (q.e.p.d.), vinculado a la Universidad de Cartagena.


De 210 estudiantes de mi promoción en grupos de A, B y C, sólo algunos desistieron en tercer año, entre ellos Zunny Zapata Bohórquez, la hija del doctor Juan Zapata Olivilla, quien pese a su desbordada inteligencia, que le afloraba por esa piel canela y esos ojos almendrados, tenía quizá otros intereses: el drama, el modelaje y los idiomas, la recuerdo, caminando erguida hasta llegar al aula, siempre con un libro pesado sobre su cabeza, definitivamente Zunny, era todo un personaje, al igual que su padre y sus tíos. Los compañeros decían, ella cree que cargando con ese libro sobre su cabeza los conocimientos se le van a infiltrar y yo agregaba, tal vez sí, por osmosis.


Llegado por el momento de la graduación, asignaron diez cupos para la primera promoción, allí estaba yo, Mayo 30 de 1.980.


Después de graduados por aquel Decreto que mencioné anteriormente, pretendían retirarnos los diplomas para quitarles el “Doctor en…”


Mi amigo José Álviz Martínez, un pecoso pelirrojo, de ideas contrarias a la corriente, pero destacado en la carrera (graduado con todos los honores), devolvió su diploma y le dijo al Doctor Fabio Morón Díaz:


-“Doctor, se lo entrego, pero como sea me lo retorna rápidamente, porque, con o sin doctorado, me van a decir doctor de todas maneras.


A la fecha, hoy enmarcados nuestros diplomas de pergamino amarillento, por el inevitable paso de los años, lucen en las paredes con el título de “Doctor (a) en Derecho y Ciencias Políticas”.

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